Un espacio para contarnos como vemos la realidad con palabras

25 jun 2010

No es que el mundo este esperando nuestra literatura, somos nosotros los que necesitamos contarle a los demás lo que pensamos. Como una manera de mostrar nuestro disconformismo, nuestra rebeldía. Una inquietud que nos lleva a vivir en los mundos que solemos crear porque nos descubrimos mucho más cómodos que en el real.

11 jun 2010

Con mi maestro, Alberto Ramponelli


Alguno de mis cuentos...

Una palabra rebelde

Y de repente, una palabra abandonó mi texto. Saltó del monitor y se escabulló
entre el desorden de mi escritorio. Yo estaba ensimismado en la trama que pretendía contar y me sobresalté, mi espalda se pegó a la silla y tardé unos instantes en reaccionar. La palabra –un adjetivo supongo-, abandonó el relato abruptamente, escabulléndose entre el desorden de mi escritorio. Me pareció verla incluso pasar por debajo del estuche de mis anteojos.
Inmediatamente comencé a revisar todo. Levante hojas, libros, lápices, el teclado. Hasta debajo de la lámpara miré; y nada. Volví a repetir la operación observando incluso bajo la impresora, y las cosas del mate apoyadas en el piso. Ni rastros.
Era imposible que una palabra pudiera perderse delante de mis ojos así como así, y sin embargo...
La prueba irreprochable de su ausencia, era ese agujero blanco que le había nacido a la oración, de la que la palabra rebelde formaba parte.
No había reparado en ella. Venía a buen ritmo de escritura y como es mi costumbre, esperaba corregir al terminar la idea. Tal vez haya sido por eso que se fue. Hay palabras que son más sensibles que otras y no soportan la indiferencia de su creador.
Pensé en llamarla tiernamente, como hace un padre con el hijo que se fue enojado a un rincón de la casa haciendo pucheros. Pero... no se me ocurre como nombrarla. Tendría que decirle: “Palabra”, “Palabrita”, “¿Dónde estás?” Sería inútil, nadie puede sentirse inducido a retornar a su texto paterno, si ni siquiera lo llaman por su nombre.
¿Adónde habrá ido? Me siento ridículo buscando tras las cortinas o entre la ropa para planchar, a un conjunto de letras cuya combinación desconozco. Como si estas tuviesen vida propia y el albedrío de resistirse a integrar una oración. Por lo pronto el sustantivo que acompañaba a la desaparecida, me empezó a mirar con mala cara como recriminándome su orfandad de atributos. Y yo lo entiendo, es como si le hubieran amputado la personalidad. No hay nada peor para un sustantivo, que no tener un calificativo al lado; por desagradable que éste fuese.
Ninguna palabra hasta hoy se me había rebelado. Eso suele pasarme con los personajes de mis cuentos, que a menudo se quejan del rol que les otorgo, exigiéndome – no siempre de buena manera – una participación más... protagónica o extensa ,según el caso. Son los del sindicato los que les llenan la cabeza con esas ideas.

Uno los saca de la nada, les da un papel con el que en algún momento – aunque sea breve -, acaparan la atención del lector, incluso hasta quedan en su memoria. Pero ellos no se conforman, son insaciables y exigen siempre más. A este paso el gremialismo va a terminar con la literatura
Las demás palabras que componen el texto seamontonaronunascontraotras en actitud deliberativa, dejando afuera a los espacios, - que seguramente deben pertenecer a otro sindicato -. Rodearon el lugar que ocupaba su compañera, exigiendo su reaparición inmediata, bajo amenaza de no retornar a sus posiciones y arruinarme el escrito. Yo podría ponerme en duro, apagar la computadora y olvidarme del asunto; que rebelión ni rebelión. Pero eso no estaría bien, mi psicólogo muy probablemente reprobaría estas actitudes evasivas.
Debo aceptar la situación y resolverla antes de que se me vaya de las manos. Si estas díscolas hijas del alfabeto deciden hacer causa común con su compañera y abandonan el texto, voy a quedarme sin mi historia y eso no puedo permitirlo. Un autor que se precie debe manejar el vocabulario, no al revés.
Me encuentro una vez más ante el viejo dilema de buena parte de mi vida, el que hacer. Un escollo que siempre fue insalvable para mí. Cualquier cosa que intente cambiará el entorno, una de las posibilidades es que sea para bien. Una, sólo una de las posibilidades; sino todo sería más fácil.
Seré conciliador no quiero problemas, nunca los quise, Por eso es que vivo en este mundo virtual de leer y escribir, donde el dolor es inofensivo y el conflicto siempre del personaje.
El adjetivo sigue sin aparecer, todos sus compañeros me miran a la espera de que solucione el problema, pero nadie, – nunca hubo un nadie más grande que este -, me siguiere aunque sea una mínima idea. Me las tendré que arreglar sólo.
Este es el momento en que mi cuerpo toma conciencia de la situación. Mis tripas comienzan a pelearse ruidosamente, como dos nueras que se tienen celos. Me siento perdido, me pesan los brazos, la cabeza, la espalda...
Quisiera huir, subirme al primer avión que me deposite lo más lejos posible de todos los que me conocen, y por consiguiente pudieran reprocharme cualquier decisión que tome; hasta la más insignificante.


No es que haya bajado la guardia, me temo que nunca la subí. Por eso todos los golpes entran plenos, desgarradores, y un pequeño grupo de consonantes y vocales, me deja sin reacción y de rodillas.
Él parece darse cuenta de mi desesperación y sale de vaya a saber donde, con la mano en alto, como en “el pido” de las escondidas. Nos quedamos mirándonos frente a frente en un silencio reflexivo. Le guiñé un ojo y el adjetivo que se rebeló a mi suerte pareció entender. Se trepó a la computadora con la misma envidiable habilidad con que había bajado, se sentó en el espacio que lo estaba esperando, y completó la oración.
Yo me apresto a replantearme toda mi historia una vez más. Toda, desde donde pueda.


Cuento Finalista del Concurso Nacional de Narrativa de 3 de Febrero 2009, incluido en la antología de autores.